Hombre, como poderse beber, se puede beber cualquier cóctel un lunes por la mañana. Particularmente si tienes una mansión en Long Island, te llamas Gatsby y te pasas los días disfrutando de la fortuna que has hecho con el contrabando de licor. Si te llamas Pérez, García o Calpena y te dedicas, pongamos por caso, a darle a la tecla, tu desayuno normal no comprende un cóctel. Pero si alguna vez has desayunado fuera de casa en un bar normal -definiendo «normal» todo lo que no sean bakeries cuquis- vas a ver seguro, seguro, seguro a dos o tres currelas y algún jubilado voluntarioso tomando su carajillo de rigor. Posiblemente no piensen ni les importe si la bebida es un cóctel, ni tampoco la debatida etimología de su nombre (desde que teóricamente se inventó en Cuba y que era una bebida que daba «corajillo» a la hora de entrar en combate, hasta que era la contracción del «que ara guillo» («que me las piro») que decían los porteadores de la Estación de França de Barcelona cuando pedían su café matinal. El carajillo, además de etimologías mil, tiene también acérrimos fans e incluso blogs específicos.
Sea como sea, su fórmula lo asemeja a otros cócteles calientes como los hot toddies, el caffè corretto o el café irlandés (al que, por cierto, se le supone un origen bastante más moderno) pero sobre todo a esos tesoros flambeados que son la Queimada y el Cremat. Incluso en los ingredientes: el más pedido, al menos en Cataluña, es el ron, y se sigue utilizando en su preparación granos de café y piel de cítricos. Como contaba Mikel Iturriaga en El Comidista hace un par de años, ha habido intentos por glamorizarlos y modernizarlos, como el de la marca de brandy Magno, aunque el que sigue pidiéndose más, para qué nos vamos a engañar, es el de toda la vida. Yo me fui a la Bodega Montferry (disclaimer: propiedad de mis amigos Raquel, Albert y Marc) para que contaran para este blog cómo se prepara el suyo, al que han llamado «Que n’aprenguin», en homenaje a una frase del ínclito pazident del Barça Joan Laporta, y que se elabora con el método que siguen en la patria chica de la familia de Marc, Les Coves de Vinromà, en Castellón. Éste no es un dato de relleno, porque la zona es uno de los hotspots carajilleros de España, en la que se destila incluso un licor a imagen y semejanza del cóctel. Vamos, que allí te puedes preparar un Carajillo de Carajillo, toma ya triple salchow semiótico, y quedarte tan feliz. Pero en otros bares de la península también lo tocan: el Atocha de Gijón los tiene por enseña; en Valencia lo llaman Rebentat, y su nombre, además de la proporción alcohol/café, tiene otras muchas variaciones.
En la Montferry por defecto lo hacen de ron, aunque los de brandy y anís tienen también sus adeptos, y la hora de máxima demanda es a media mañana. En verano cae alguno también en versión fría y de Marie Brizard, aunque son los menos. Marc pone dos sobres de azúcar, un trozo de cáscara de limón y dos granos de café en un vaso de barro -«esto no es ortodoxo», puntualiza, «pero nos parecía más bonito que el de cristal»-, añade unos sesenta mililitros de licor, lo calienta con el chorro de vapor de la cafetera y le prende fuego. En casa, como generalmente no tenemos chorro de vapor, lo más sencillo es obviar este paso y simplemente remover el licor mientras arde con ayuda de una cucharilla hasta que se disuelva el azúcar (¡procurad no quemaros las cejas!), para luego taparlo con un plato a fin de que la llama se extinga por falta de oxígeno. Sólo queda añadir café recién hecho y ya está. Poco más hay que añadirle a al carajillo, excepto -y aquí está lo más difícil- ganas de volver al trabajo después de tomarse uno. Y que n’aprenguin.